jueves, 14 de septiembre de 2017

La balada de Manito


                         Esta tarde, vía Nueva York, Manito González aterrizará en el aeropuerto de Barajas. El anuncio de su llegada ha venido ocupando buena parte de las primeras páginas de la prensa de estos últimos días; varias cadenas de televisión y prácticamente todas las emisoras radiofónicas van a transmitir en directo el recibimiento popular que se le va a dispensar en la Puerta del Sol. Se dice que la asistencia va a ser tan multitudinaria y tan emotiva que va a dejar pequeño el recuerdo de otras recepciones semejantes. Desde todos los rincones del país han llegado a la capital cientos de trenes especiales y de autocares llenos de aficionados que no quieren perderse la oportunidad de vitorear y de contemplar a su ídolo en persona. En los hoteles, las pensiones, y los hostales ya no queda ni una sola cama libre. De las bocas de metro, de los balcones y de las farolas cuelgan cientos de carteles, estandartes y banderas con la imagen del campeón. Manito ha despertado tal admiración entre sus seguidores, los preparativos, el ambiente, y la euforia general son tan excepcionales que, sin duda, la de hoy será una fecha que pasará a la pequeña historia de los acontecimientos deportivos.


                            Conocí a Manito una mañana de primeros de octubre de 1970 en el internado de la Escuela Laboral de Palencia. Llevaba yo unos días aguardando el comienzo de las clases. Como en los dos años anteriores fui de los primeros alumnos en llegar al centro. Brando y Sequías aún no habían aparecido. Mientras iban pasando estas primeras jornadas en solitario antes de comenzar el curso, mataba el tiempo aporreando la guitarra y dormitando a cualquier hora sin nada especial que hacer. Para mí eran unas vacaciones extras, lejos de Madrid, lejos de la familia.
Una de esas mañanas en que me hallaba adormilado sobre el colchón, un muchacho moreno, más alto que yo, y de largos brazos, que llevaba en una mano un maletón azul, abrió tímidamente la puerta del dormitorio y dijo casi susurrando que le enviaba don Angel, nuestro instructor, y que venía a ocupar la cama 2 i. La 2 i quería decir segunda litera inferior, en este caso al pie de la ventana, o sea justo debajo de la mía. El nuevo inquilino era de complexión amplia, espigada y magra. Apenas se le marcaban los hombros, y parecía como si tuviera el pecho hundido. De su rostro destacaba una peculiar nariz pequeña y plana, y un bigotillo incipiente que le nacía por las comisuras de los labios (por eso más tarde le pusimos el mote de Manito, porque recordaba a los charros mejicanos).

                            Al principio el recién llegado no dijo palabra, se limitó a ordenar el escueto equipaje dentro de su taquilla sin hacer ruido y luego fue a tumbarse sobre la cama. Ahora no lo recuerdo, pero tal vez pensé que, por su actitud tan callada, quizá aquel muchacho estuviera sufriendo la clase de tristeza que te invade cuando llegas a un lugar como el internado por primera vez; una tristeza que te deja perplejo, acorchado y seco, como si lloraras sin lágrimas, y que te cierra todas las escotillas por las que habitualmente te expresas; y aunque yo lo que de verdad deseaba era seguir roncando, me dio por mostrarme cordial y hospitalario con aquel desconocido, así que para empezar la conversación le hice algunas preguntas sobre sí mismo. Con una inesperada dificultad al hablar, que antes no advertí, dijo llamarse Manuel González López y haber nacido en Villamuriel, un pueblito de por allí cerca. Empleaba un tono monocorde, y lento; no vocalizaba y se hacía difícil entender lo que quería decir. A continuación, y aunque él no lo preguntó ni mostró el menor interés le dije mi nombre, mi lugar de nacimiento y mi edad. Tuve curiosidad por saber la suya : de nuevo muy pausado dijo que en abril cumpliría diecisiete años. Le pregunté algo sobre sus gustos personales, sus costumbre, sobre su familia, y volvió a responder con aparente desgana y entrecortando las palabras; hubiera dicho que era de ese tipo de personas que frenan la espontaneidad de las respuestas, que hacen como si no las hallaran a mano y su cerebro anduviera buscándolas a paso de tortuga por los cajones de la memoria. Se expresaba con tan poco énfasis, con tanta pereza mental, que cabía preguntarse si padecía alguna tara física o mental, aunque esto último era improbable pues de ser así no le hubieran admitido en aquel centro. El caso es que no se te despertaban las ganas de interesarte demasiado por él. Infundía un extraño desasosiego cuando comprobabas que por sistema no concluía las pocas frases que hilaba, sino que las dejaba colgadas en el aire a medio hacer, dando por sobreentendido el resto; por otro lado, cuando hablaba escondía los ojos y se acompañaba de gestos y de tics incoherentes que denotaban un talante escurridizo y timorato. Despertaba cierto desdén el verle tan sufriente de si mismo, tan lastrado y, en resumen, tan insignificante. Enseguida el diálogo fue apagándose hasta que nos quedamos en un silencio absoluto, que aproveché para volverme a dormir.

                        El tren de la tarde trajo al resto de los compañeros del dormitorio. Uno de ellos era al que llamábamos Sequías. Sequías, gallego de Chantada, pequeño, cabezón, con torso de toro y brazos de gorila, Él era nuestro cabecilla en aquel submundo de la escuela. Siempre supuse que aquel galleguín chiquito estaba destinado a ser el cerebro de alguna banda importante de delincuentes o algo por el estilo. Para nuestro código de adolescentes Sequías representaba el éxito. Iba camino de ser un triunfador; madera no le faltaba. Era inteligente, temerario, de genio rápido y vivo, no tenía sentimientos, y contaba con una frialdad en las ideas como no he conocido otra. En esencia poseía un temperamento maligno y perverso, lo que en nuestro ámbito significaba contar con dos cualidades envidiables y necesarias. Era fácil adivinar que las maneras acobardadas e inferiores de Manito atrajeran al espíritu burlón y pendenciero del gallego.

                                 Así que hacia la medianoche del primer día Brando, yo y Basuritas, un vecino de cuarto, dirigidos por la inspiración de Sequías, asaltamos a Manito cuando intentaba dormir. Lo desnudamos, lo maniatamos a cuatro patas sobre su cama, y le sometimos al simulacro de "la prueba del algodón" con la ayuda del fino mango de una escoba recubierto de guata encolada. Manito opuso una resistencia tan débil que a punto estuvimos de perforarle el agujero del trasero de verdad. Debimos quedarnos insatisfechos porque a la noche siguiente, con el calcetín sudado del guarro de Basuritas y la orina de alguno de nosotros le obligamos a beber "el elixir del hombre lobo". Manito esta vez sí dejó escapar algún quejido; pero cuando terminamos se metió en la cama sin pronunciar palabra, lloriqueando y sorbiéndose los mocos. Otro día le hicimos "la merendola campestre", broma muy graciosa que consistía en embadurnar el cuerpo de la víctima, en especial los genitales, con una mezcla espesa de leche condensada, lapos, y hormigas vivas. Manito volvió a dejarse hacer sin rechistar ni mirarnos a la cara; debía decirse, dentro de su cerebro apolillado, que si no exteriorizaba sus sentimientos nuestra broma fracasaba. Nos producía risa pensar que él juzgara posible que, comportándose de aquella manera, lograba una forma de ofensa y desprecio, de insulto a todos nosotros y a lo nuestro. No sabía Manito que la simple acción maliciosa ya colmaba nuestros deseos de diversión y de dominio.

                        Pronto se iniciaron las clases y con ellas se normalizó el ritmo de vida en el internado. La actividad de las clases absorbía por entero nuestro tiempo, por lo que Manito dejó de interesarnos. Solo Sequías le asediaba algunas noches con sus crueles bromas y torturas. Pero la impasibilidad del ocupante de la cama 2 i se manifestaba siempre inagotable. Por lo demás, cada mañana, en cuanto sonaba la diana musical con la que nos despertaba don Angel, Manito se escabullía del dormitorio, y no regresaba hasta la hora de dormir. En el aula vino a situarse en primera fila, lo más próximo a la mesa del profesor, lo más alejado de lo que era nuestro reducido fortín de pupitres en el fondo de la estancia. En los pasillos del internado evitaba cruzarse con nosotros, pero cuando ello era inevitable, simulaba no vernos y hacía como si fuéramos los seres invisibles de otra dimensión. Se podía percibir entonces el olor de su miedo y la contracción que le atenazaba el cuerpo haciéndole caminar encogido y con los brazos agarrotados.


                            Los días de fiesta salíamos de paseo. Palencia era entonces una ciudad con vocación rural y solitaria. El viento gélido que venía de los páramos cercanos cruzaba a cuchilladas la arboleda a la que solíamos acudir a fumar y a beber a escondidas. La ciudad había crecido socavada en el cauce del Carrión y rodeada por un estrecho cinturón de murallas medievales. Esa forzada combinación parecía haber borrado de la memoria de sus habitantes la idea de compartir la amplitud de los espacios, de formar corrillos o tertulias al aire libre, o bajo los soportales de la calle Mayor. Los transeúntes solían caminar deprisa, apretados en sus abrigos, mirando al suelo, ligeramente encorvados hacia adelante, huyendo de la dureza del clima.

                        En una bajera abandonada de la calle Jorge Manrique, Brando, que tenía mucho cartel con las nenas, organizaba guateques con algunas chicas de servicio. Sequías, desde que la vio el primer año, perdía la baba por una pucelana llamada Maribel. Pero el pretendiente, acostumbrado a saciar su voluntad a pedradas, no supo entonces qué hacer para, poco a poco, con cortesía, gustarla, y para, poco a poco, con instinto, llevársela al catre. Siempre fue Maribel un bocado imposible para él, y él no lo supo ver; hasta el extremo de que, ajeno a los gestos y comentarios burlones que a su espalda la muchacha le dedicaba, el gallego no dejaba de asediarla cada domingo con torpes maneras que aspiraban de lejos a ser galantes, empleando un ridículo tono de voz conquistador para dirigirle obscenidades que todos podíamos oir, y que él debía pensar que eran del agrado de su amada. A los que éramos sus amigos nos daba cierta vergüenza observar sus burdos métodos, y mucha lástima ser testigos de cómo nuestro líder era tan mal correspondido, pero ninguno encontró el valor para sincerarse con él y descubrirle la verdad. Nos temíamos que su reacción fuera tan salvaje, que el mensajero de tan malas noticias podía caer en desgracia y convertirse en el segundo Manito del internado. Así que nos dijimos que lo más acertado era no mojarnos y dejar que las cosas se arreglaran por si mismas. Y así fue. Harta de la falsa situación, Maribel decidió una tarde terminar con aquello de una vez. Sin más miramiento comenzó a ignorar a Sequías sin disimulo, a reírse de su voz engolada, y de su tonto afán por retenerla a su lado con cualquier excusa boba. Inició, al mismo tiempo, un severo ataque frontal llamándole con choteo enano saltarín, canijillo valiente, pitufillo ridículo, y cosas por el estilo. Las otras chicas no paraban de reír las ocurrencias de Maribel. El gallego se vino abajo, carecía de defensas para afrontar aquel desamor tan cierto y aquellas burlas a coro. Pero Sequías en cuanto recompuso su amor propio hizo dos cosas, primero a empujones expulsó al género femenino de aquel antro, y segundo, hizo un homenaje a su mote no dejando de beber durante el resto del día hasta que acabó borracho y llorando la mona, tendido sobre sus propios vómitos.

                        En nuestros salidas nunca contábamos con Manito, de hecho ningún interno lo hacía. Sin duda Manito era la persona más solitaria y aislada del centro. El gallego había encontrado en él una especie de pasatiempo y no dejaba que transcurriera una jornada sin mortificarle. Unas veces era volcar los ceniceros bajo las mantas de la 2 i, otras esconderle los zapatos, o llenárselos de chinchetas. Así fue como en pocas semanas Manito acabó siendo la diana a la que venían a clavarse la totalidad de las brutales ocurrencias de los internos. Don Angel, el instructor, se había convertido en cómplice; hacía la vista gorda a sabiendas de que así se aseguraba una valiosa armonía y equilibrio dentro del territorio que le tocaba vigilar. En el lugar de Manito otra persona no hubiera podido soportar tanto acoso y aislamiento, tanta ausencia de algún compañero leal en quien confiar sus sentimientos y sus ideas. Pero él no se alteraba. Si sufría por dentro, es algo que supo disimular muy bien. De no haber nacido persona, Manito hubiera podido ser algo así como un espacio que flotara en una estancia de paredes lisas, sin ventanas, sin puertas, sin techo, sin suelo, sin aire.

                         La mañana del domingo 13 de diciembre de aquel año - lo recuerdo muy bien porque aquel día el Rayo venció por fin al Calvo Sotelo a domicilio - nos encontrábamos bebiendo a la puerta de unos billares, esperando turno para una mesa, cuando Sequías repentinamente estrelló rabioso su vaso de cerveza contra la pared, lanzó un juramento, y salió disparado hacia la acera del otro lado de la calle. Allí estaba Manito paseando, con traje y corbata, abrazando por la cintura a Maribel, que le metía la mano por el bolsillo trasero del pantalón y se dejaba besar en los labios. El gallego se abalanzó sobre él y le largó dos feroces puñetazos al rostro que lo arrojaron a tierra. Desde la acera de enfrente aplaudimos. Sequías, jaleado por nosotros, propinó a continuación una sonora bofetada a la muchacha. No debió haberlo hecho. Aquel acto sobre Maribel fue el detonante para Manito; su cerebro estaba preparado para aceptar un incontable número de humillaciones, pero no para aceptar impasible la visión del rostro maltratado y lloroso de Maribel. Sequías había dado dos cortos pasos hacia atrás para tomar impulso y rematar la pelea clavando la punta maciza de su bota en el cuerpo de Manito aún en el suelo, pero éste de un brinco se puso en pie, y apartó de un manotazo la pierna del rival que por unos instantes perdió el equilibrio, entonces el otro tensionó los músculos, y lleno de furia lanzó una violenta ráfaga de puñetazos al rostro de Sequías, sin darle más opción que a cubrirse y retroceder. Todo sucedió muy rápido, cuando nuestro jefe nos reclamó ayuda no supimos reaccionar. Enseguida una de las cejas del gallego se partió y una lluvia roja surcó su rostro. La andanada de golpes era tan feroz que, en medio de ella, hubo un momento que Sequías, incapaz de responder, pidió a Manito, con un desconcertante matiz de súplica, que se detuviera, que se daba por vencido, y que se retiraba, pero el otro, con los dientes apretados y resoplando por la nariz como un búfalo, siguió disparando golpes a martillazos. Sólo segundos después, cuando Manito le metió el puño izquierdo en el flanco del hígado, y le clavó el derecho, como una coz, en la mandíbula y Sequías rodó desplomado sin sentido, terminó el duelo.

                        Aquella pelea fue el final del Sequías bravucón y del Manito acobardado. A los internos no nos costó mucho mudarnos de bando, formaba parte del manual de supervivencia. Se hizo habitual ver a Manito recibiendo palmaditas en la espalda y ser el centro de las reuniones. Cuando el hablaba los demás callábamos. Debo decir que comenzó a caerrnos muy simpático, y que nuestra máxima aspiración consistía en formar parte del pequeño grupo de troncos que se formó a su alrededor. No se cómo pero supimos descubrir en él un don de gentes que se nos había quedado oculto hasta entonces. La expresión huidiza y cohibida de sus ojos se nos transformó, de la noche a la mañana, en una mirada directa, sostenida, desafiante. Siguió hablando y expresándose con la misma dificultad del primer día, pero para nosotros dejó de ser un síntoma de torpeza cerebral; descubrimos que sus medias frases y sus palabras trituradas respondían a una sagaz manera de optimizar potencias intelectuales y físicas. Le salieron imitadores. Se puso de moda hablar con la lengua pegada al paladar, discurrir sin sustancia, aceptar las bromas pesadas como si te resbalaran......

                           Sequías no regresó al internado después de las vacaciones de navidad. Manito comenzó a entrenar diariamente por su cuenta en el gimnasio del internado. Dos meses más tarde ganaba su primer campeonato escolar de boxeo. Por esos días me solicitó un cambio de litera, desde la superior sus pulmones recibirían más y mejor oxígeno. Acepté gustoso. Me pidió también que dejara de practicar con la guitarra en los ratos que él permanecía en el dormitorio, me pareció una excelente idea porque, sin duda los sonidos de los acordes le desconcentraban. Cuando necesitó "sparrings" para los entrenamientos ni yo, ni Brando, ni don Angel supimos decirle que no, más bien al contrario, lo hicimos encantados. A Basuritas, en ese tiempo, le confió el cuidado, mantenimiento y limpieza de su equipo deportivo, o sea protectores de boca, slips, coqueras, calcetines, toallas, escupideras... ; también le encargó del planchado de la bata de seda roja que Manito nos pidió en abril como regalo de cumpleaños. En junio se proclamó campeón nacional escolar de boxeo con una facilidad pasmosa, ninguno de sus contrincantes le aguantó el combate hasta el límite.


                            El tren de la vida siguió su rumbo. A mi me tocó apearme del internado al curso siguiente y regresar a Vallecas, mi padre había fallecido ese verano y mi madre necesitaba a alguien que llevara el modesto kiosko de periódicos. Portada a portada del Marca seguí la fulminante trayectoria deportiva de Manito. Año y medio después de la pelea con Sequías, recién cumplidos los dieciocho, lograba en Munich la medalla de oro olímpica en los welter ganando por k.o. cada uno de los combates. Sus facultades físicas innatas eran prodigiosas; los preparadores decían que la naturaleza le había dotado de una pegada mortífera, y de unas piernas y cintura ágiles como las de un puma. Cumplido el servicio militar se pasó al campo profesional. Conquistó el título europeo en menos de veinticuatro meses, noqueando a los quince rivales que sucesivamente le pusieron por delante. Sus victorias eran rotundas, indudables. No se sabía cual era su techo.

                             Hace una semana, en un feudo tan hostil para el boxeo hispano como es el de Las Vegas, Manito ha arrebatado el cetro mundial a Bill Coleman, el gran campeón negro de los pesos medios. El estadounidense se fue al suelo en los primeros tres minutos cuando algo duro como un yunque, en forma de puño enguantado, le cayó como un trueno en la boca del estómago y lo precipitó grogui sobre la lona. En las imágenes de la televisión se podía ver con claridad, en una de las primeras filas del ring, a Maribel, la esposa del campeón.

                         Y bien, casi es la hora. Dentro de unos minutos cerraré el negocio, y caminando llegaré enseguida hasta la carretera del aeropuerto, en donde me confundiré con los miles de aficionados que llenarán las orillas de la calzada. Cuando el vehículo que traslade a Manito al centro de Madrid se acerque, gritaré su nombre a pleno pulmón y agitaré la bandera con su rostro sin bigote, y aplaudiré hasta que las palmas de las manos me ardan.


ooo F I N ooo


Autor : Jorge Guerrero Odriozola





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