Esta
tarde, vía Nueva York, Manito González aterrizará en el aeropuerto
de Barajas. El anuncio de su llegada ha venido ocupando buena parte
de las primeras páginas de la prensa de estos últimos días; varias
cadenas de televisión y prácticamente todas las emisoras
radiofónicas van a transmitir en directo el recibimiento popular que
se le va a dispensar en la Puerta del Sol. Se dice que la asistencia
va a ser tan multitudinaria y tan emotiva que va a dejar pequeño el
recuerdo de otras recepciones semejantes. Desde todos los rincones
del país han llegado a la capital cientos de trenes especiales y de
autocares llenos de aficionados que no quieren perderse la
oportunidad de vitorear y de contemplar a su ídolo en persona. En
los hoteles, las pensiones, y los hostales ya no queda ni una sola
cama libre. De las bocas de metro, de los balcones y de las farolas
cuelgan cientos de carteles, estandartes y banderas con la imagen del
campeón. Manito ha despertado tal admiración entre sus seguidores,
los preparativos, el ambiente, y la euforia general son tan
excepcionales que, sin duda, la de hoy será una fecha que pasará a
la pequeña historia de los acontecimientos deportivos.
Conocí a
Manito una mañana de primeros de octubre de 1970 en el internado
de la Escuela Laboral de Palencia. Llevaba yo unos días aguardando
el comienzo de las clases. Como en los dos años anteriores fui de
los primeros alumnos en llegar al centro. Brando y Sequías aún no
habían aparecido. Mientras iban pasando estas primeras jornadas en
solitario antes de comenzar el curso, mataba el tiempo aporreando la
guitarra y dormitando a cualquier hora sin nada especial que hacer.
Para mí eran unas vacaciones extras, lejos de Madrid, lejos de
la familia.
Una de
esas mañanas en que me hallaba adormilado sobre el colchón, un
muchacho moreno, más alto que yo, y de largos brazos, que llevaba en
una mano un maletón azul, abrió tímidamente la puerta del
dormitorio y dijo casi susurrando que le enviaba don Angel, nuestro
instructor, y que venía a ocupar la cama 2 i. La 2 i quería decir
segunda litera inferior, en este caso al pie de la ventana, o sea
justo debajo de la mía. El nuevo inquilino era de complexión
amplia, espigada y magra. Apenas se le marcaban los hombros, y
parecía como si tuviera el pecho hundido. De su rostro destacaba una
peculiar nariz pequeña y plana, y un bigotillo incipiente que le
nacía por las comisuras de los labios (por eso más tarde le pusimos
el mote de Manito, porque recordaba a los charros mejicanos).
Al
principio el recién llegado no dijo palabra, se limitó a ordenar el
escueto equipaje dentro de su taquilla sin hacer ruido y luego fue a
tumbarse sobre la cama. Ahora no lo recuerdo, pero tal vez pensé
que, por su actitud tan callada, quizá aquel muchacho estuviera
sufriendo la clase de tristeza que te invade cuando llegas a un lugar
como el internado por primera vez; una tristeza que te deja perplejo,
acorchado y seco, como si lloraras sin lágrimas, y que te cierra
todas las escotillas por las que habitualmente te expresas; y aunque
yo lo que de verdad deseaba era seguir roncando, me dio por mostrarme
cordial y hospitalario con aquel desconocido, así que para empezar
la conversación le hice algunas preguntas sobre sí mismo. Con una
inesperada dificultad al hablar, que antes no advertí, dijo llamarse
Manuel González López y haber nacido en Villamuriel, un pueblito de
por allí cerca. Empleaba un tono monocorde, y lento; no vocalizaba y
se hacía difícil entender lo que quería decir. A continuación, y
aunque él no lo preguntó ni mostró el menor interés le dije mi
nombre, mi lugar de nacimiento y mi edad. Tuve curiosidad por saber
la suya : de nuevo muy pausado dijo que en abril cumpliría
diecisiete años. Le pregunté algo sobre sus gustos personales, sus
costumbre, sobre su familia, y volvió a responder con aparente
desgana y entrecortando las palabras; hubiera dicho que era de ese
tipo de personas que frenan la espontaneidad de las respuestas, que
hacen como si no las hallaran a mano y su cerebro anduviera
buscándolas a paso de tortuga por los cajones de la memoria. Se
expresaba con tan poco énfasis, con tanta pereza mental, que cabía
preguntarse si padecía alguna tara física o mental, aunque esto
último era improbable pues de ser así no le hubieran admitido en
aquel centro. El caso es que no se te despertaban las ganas de
interesarte demasiado por él. Infundía un extraño desasosiego
cuando comprobabas que por sistema no concluía las pocas frases que
hilaba, sino que las dejaba colgadas en el aire a medio hacer, dando
por sobreentendido el resto; por otro lado, cuando hablaba escondía
los ojos y se acompañaba de gestos y de tics incoherentes que
denotaban un talante escurridizo y timorato. Despertaba cierto desdén
el verle tan sufriente de si mismo, tan lastrado y, en resumen, tan
insignificante. Enseguida el diálogo fue apagándose hasta que nos
quedamos en un silencio absoluto, que aproveché para volverme a
dormir.
El tren de
la tarde trajo al resto de los compañeros del dormitorio. Uno de
ellos era al que llamábamos Sequías. Sequías, gallego de Chantada,
pequeño, cabezón, con torso de toro y brazos de gorila, Él era
nuestro cabecilla en aquel submundo de la escuela. Siempre supuse que
aquel galleguín chiquito estaba destinado a ser el cerebro de alguna
banda importante de delincuentes o algo por el estilo. Para nuestro
código de adolescentes Sequías representaba el éxito. Iba camino
de ser un triunfador; madera no le faltaba. Era inteligente,
temerario, de genio rápido y vivo, no tenía sentimientos, y
contaba con una frialdad en las ideas como no he conocido otra. En
esencia poseía un temperamento maligno y perverso, lo que en nuestro
ámbito significaba contar con dos cualidades envidiables y
necesarias. Era fácil adivinar que las maneras acobardadas e
inferiores de Manito atrajeran al espíritu burlón y pendenciero del
gallego.
Así que
hacia la medianoche del primer día Brando, yo y Basuritas, un vecino
de cuarto, dirigidos por la inspiración de Sequías, asaltamos a
Manito cuando intentaba dormir. Lo desnudamos, lo maniatamos a cuatro
patas sobre su cama, y le sometimos al simulacro de "la prueba
del algodón" con la ayuda del fino mango de una escoba
recubierto de guata encolada. Manito opuso una resistencia tan débil
que a punto estuvimos de perforarle el agujero del trasero de verdad.
Debimos quedarnos insatisfechos porque a la noche siguiente, con el
calcetín sudado del guarro de Basuritas y la orina de alguno de
nosotros le obligamos a beber "el elixir del hombre lobo".
Manito esta vez sí dejó escapar algún quejido; pero cuando
terminamos se metió en la cama sin pronunciar palabra, lloriqueando
y sorbiéndose los mocos. Otro día le hicimos "la merendola
campestre", broma muy graciosa que consistía en embadurnar el
cuerpo de la víctima, en especial los genitales, con una mezcla
espesa de leche condensada, lapos, y hormigas vivas. Manito volvió a
dejarse hacer sin rechistar ni mirarnos a la cara; debía decirse,
dentro de su cerebro apolillado, que si no exteriorizaba sus
sentimientos nuestra broma fracasaba. Nos producía risa pensar que
él juzgara posible que, comportándose de aquella manera, lograba
una forma de ofensa y desprecio, de insulto a todos nosotros y a lo
nuestro. No sabía Manito que la simple acción maliciosa ya colmaba
nuestros deseos de diversión y de dominio.
Pronto se
iniciaron las clases y con ellas se normalizó el ritmo de vida en el
internado. La actividad de las clases absorbía por entero nuestro
tiempo, por lo que Manito dejó de interesarnos. Solo Sequías le
asediaba algunas noches con sus crueles bromas y torturas. Pero la
impasibilidad del ocupante de la cama 2 i se manifestaba siempre
inagotable. Por lo demás, cada mañana, en cuanto sonaba la diana
musical con la que nos despertaba don Angel, Manito se escabullía
del dormitorio, y no regresaba hasta la hora de dormir. En el aula
vino a situarse en primera fila, lo más próximo a la mesa del
profesor, lo más alejado de lo que era nuestro reducido fortín de
pupitres en el fondo de la estancia. En los pasillos del internado
evitaba cruzarse con nosotros, pero cuando ello era inevitable,
simulaba no vernos y hacía como si fuéramos los seres invisibles de
otra dimensión. Se podía percibir entonces el olor de su miedo y la
contracción que le atenazaba el cuerpo haciéndole caminar
encogido y con los brazos agarrotados.
Los días
de fiesta salíamos de paseo. Palencia era entonces una ciudad con
vocación rural y solitaria. El viento gélido que venía de los
páramos cercanos cruzaba a cuchilladas la arboleda a la que solíamos
acudir a fumar y a beber a escondidas. La ciudad había crecido
socavada en el cauce del Carrión y rodeada por un estrecho cinturón
de murallas medievales. Esa forzada combinación parecía haber
borrado de la memoria de sus habitantes la idea de compartir la
amplitud de los espacios, de formar corrillos o tertulias al aire
libre, o bajo los soportales de la calle Mayor. Los transeúntes
solían caminar deprisa, apretados en sus abrigos, mirando al suelo,
ligeramente encorvados hacia adelante, huyendo de la dureza del
clima.
En una
bajera abandonada de la calle Jorge Manrique, Brando, que tenía
mucho cartel con las nenas, organizaba guateques con algunas chicas
de servicio. Sequías, desde que la vio el primer año, perdía la
baba por una pucelana llamada Maribel. Pero el pretendiente,
acostumbrado a saciar su voluntad a pedradas, no supo entonces qué
hacer para, poco a poco, con cortesía, gustarla, y para, poco a
poco, con instinto, llevársela al catre. Siempre fue Maribel un
bocado imposible para él, y él no lo supo ver; hasta el extremo de
que, ajeno a los gestos y comentarios burlones que a su espalda la
muchacha le dedicaba, el gallego no dejaba de asediarla cada domingo
con torpes maneras que aspiraban de lejos a ser galantes, empleando
un ridículo tono de voz conquistador para dirigirle obscenidades que
todos podíamos oir, y que él debía pensar que eran del agrado de
su amada. A los que éramos sus amigos nos daba cierta vergüenza
observar sus burdos métodos, y mucha lástima ser testigos de cómo
nuestro líder era tan mal correspondido, pero ninguno encontró el
valor para sincerarse con él y descubrirle la verdad. Nos temíamos
que su reacción fuera tan salvaje, que el mensajero de tan malas
noticias podía caer en desgracia y convertirse en el segundo Manito
del internado. Así que nos dijimos que lo más acertado era no
mojarnos y dejar que las cosas se arreglaran por si mismas. Y así
fue. Harta de la falsa situación, Maribel decidió una tarde
terminar con aquello de una vez. Sin más miramiento comenzó a
ignorar a Sequías sin disimulo, a reírse de su voz engolada, y de
su tonto afán por retenerla a su lado con cualquier excusa boba.
Inició, al mismo tiempo, un severo ataque frontal llamándole con
choteo enano saltarín, canijillo valiente, pitufillo ridículo, y
cosas por el estilo. Las otras chicas no paraban de reír las
ocurrencias de Maribel. El gallego se vino abajo, carecía de
defensas para afrontar aquel desamor tan cierto y aquellas burlas a
coro. Pero Sequías en cuanto recompuso su amor propio hizo dos
cosas, primero a empujones expulsó al género femenino de aquel
antro, y segundo, hizo un homenaje a su mote no dejando de beber
durante el resto del día hasta que acabó borracho y llorando
la mona, tendido sobre sus propios vómitos.
En
nuestros salidas nunca contábamos con Manito, de hecho ningún
interno lo hacía. Sin duda Manito era la persona más solitaria y
aislada del centro. El gallego había encontrado en él una especie
de pasatiempo y no dejaba que transcurriera una jornada sin
mortificarle. Unas veces era volcar los ceniceros bajo las mantas de
la 2 i, otras esconderle los zapatos, o llenárselos de chinchetas.
Así fue como en pocas semanas Manito acabó siendo la diana a la que
venían a clavarse la totalidad de las brutales ocurrencias de los
internos. Don Angel, el instructor, se había convertido en cómplice;
hacía la vista gorda a sabiendas de que así se aseguraba una
valiosa armonía y equilibrio dentro del territorio que le tocaba
vigilar. En el lugar de Manito otra persona no hubiera podido
soportar tanto acoso y aislamiento, tanta ausencia de algún
compañero leal en quien confiar sus sentimientos y sus ideas. Pero
él no se alteraba. Si sufría por dentro, es algo que supo disimular
muy bien. De no haber nacido persona, Manito hubiera podido ser algo
así como un espacio que flotara en una estancia de paredes lisas,
sin ventanas, sin puertas, sin techo, sin suelo, sin aire.
La mañana
del domingo 13 de diciembre de aquel año - lo recuerdo muy bien
porque aquel día el Rayo venció por fin al Calvo Sotelo a domicilio
- nos encontrábamos bebiendo a la puerta de unos billares, esperando
turno para una mesa, cuando Sequías repentinamente estrelló rabioso
su vaso de cerveza contra la pared, lanzó un juramento, y salió
disparado hacia la acera del otro lado de la calle. Allí estaba
Manito paseando, con traje y corbata, abrazando por la cintura a
Maribel, que le metía la mano por el bolsillo trasero del pantalón
y se dejaba besar en los labios. El gallego se abalanzó sobre él y
le largó dos feroces puñetazos al rostro que lo arrojaron a tierra.
Desde la acera de enfrente aplaudimos. Sequías, jaleado por
nosotros, propinó a continuación una sonora bofetada a la muchacha.
No debió haberlo hecho. Aquel acto sobre Maribel fue el detonante
para Manito; su cerebro estaba preparado para aceptar un incontable
número de humillaciones, pero no para aceptar impasible la visión
del rostro maltratado y lloroso de Maribel. Sequías había dado dos
cortos pasos hacia atrás para tomar impulso y rematar la pelea
clavando la punta maciza de su bota en el cuerpo de Manito aún en el
suelo, pero éste de un brinco se puso en pie, y apartó de un
manotazo la pierna del rival que por unos instantes perdió el
equilibrio, entonces el otro tensionó los músculos, y lleno de
furia lanzó una violenta ráfaga de puñetazos al rostro de Sequías,
sin darle más opción que a cubrirse y retroceder. Todo sucedió muy
rápido, cuando nuestro jefe nos reclamó ayuda no supimos
reaccionar. Enseguida una de las cejas del gallego se partió y una
lluvia roja surcó su rostro. La andanada de golpes era tan feroz
que, en medio de ella, hubo un momento que Sequías, incapaz de
responder, pidió a Manito, con un desconcertante matiz de súplica,
que se detuviera, que se daba por vencido, y que se retiraba, pero el
otro, con los dientes apretados y resoplando por la nariz como un
búfalo, siguió disparando golpes a martillazos. Sólo segundos
después, cuando Manito le metió el puño izquierdo en el flanco del
hígado, y le clavó el derecho, como una coz, en la mandíbula
y Sequías rodó desplomado sin sentido, terminó el duelo.
Aquella
pelea fue el final del Sequías bravucón y del Manito acobardado. A
los internos no nos costó mucho mudarnos de bando, formaba parte del
manual de supervivencia. Se hizo habitual ver a Manito recibiendo
palmaditas en la espalda y ser el centro de las reuniones. Cuando el
hablaba los demás callábamos. Debo decir que comenzó a caerrnos
muy simpático, y que nuestra máxima aspiración consistía en
formar parte del pequeño grupo de troncos que se formó a su
alrededor. No se cómo pero supimos descubrir en él un don de gentes
que se nos había quedado oculto hasta entonces. La expresión
huidiza y cohibida de sus ojos se nos transformó, de la noche a la
mañana, en una mirada directa, sostenida, desafiante. Siguió
hablando y expresándose con la misma dificultad del primer día,
pero para nosotros dejó de ser un síntoma de torpeza cerebral;
descubrimos que sus medias frases y sus palabras trituradas
respondían a una sagaz manera de optimizar potencias intelectuales y
físicas. Le salieron imitadores. Se puso de moda hablar con la
lengua pegada al paladar, discurrir sin sustancia, aceptar las bromas
pesadas como si te resbalaran......
Sequías
no regresó al internado después de las vacaciones de navidad.
Manito comenzó a entrenar diariamente por su cuenta en el gimnasio
del internado. Dos meses más tarde ganaba su primer campeonato
escolar de boxeo. Por esos días me solicitó un cambio de litera,
desde la superior sus pulmones recibirían más y mejor oxígeno.
Acepté gustoso. Me pidió también que dejara de practicar con la
guitarra en los ratos que él permanecía en el dormitorio, me
pareció una excelente idea porque, sin duda los sonidos de los
acordes le desconcentraban. Cuando necesitó "sparrings"
para los entrenamientos ni yo, ni Brando, ni don Angel supimos
decirle que no, más bien al contrario, lo hicimos encantados. A
Basuritas, en ese tiempo, le confió el cuidado, mantenimiento y
limpieza de su equipo deportivo, o sea protectores de boca, slips,
coqueras, calcetines, toallas, escupideras... ; también le encargó
del planchado de la bata de seda roja que Manito nos pidió en abril
como regalo de cumpleaños. En junio se proclamó campeón
nacional escolar de boxeo con una facilidad pasmosa, ninguno de
sus contrincantes le aguantó el combate hasta el límite.
El tren de
la vida siguió su rumbo. A mi me tocó apearme del internado al
curso siguiente y regresar a Vallecas, mi padre había fallecido ese
verano y mi madre necesitaba a alguien que llevara el modesto kiosko
de periódicos. Portada a portada del Marca seguí la fulminante
trayectoria deportiva de Manito. Año y medio después de la pelea
con Sequías, recién cumplidos los dieciocho, lograba en Munich la
medalla de oro olímpica en los welter ganando por k.o. cada uno de
los combates. Sus facultades físicas innatas eran prodigiosas; los
preparadores decían que la naturaleza le había dotado de una pegada
mortífera, y de unas piernas y cintura ágiles como las de un puma.
Cumplido el servicio militar se pasó al campo profesional. Conquistó
el título europeo en menos de veinticuatro meses, noqueando a los
quince rivales que sucesivamente le pusieron por delante. Sus
victorias eran rotundas, indudables. No se sabía cual era su
techo.
Hace una
semana, en un feudo tan hostil para el boxeo hispano como es el de
Las Vegas, Manito ha arrebatado el cetro mundial a Bill Coleman, el
gran campeón negro de los pesos medios. El estadounidense se fue al
suelo en los primeros tres minutos cuando algo duro como un yunque,
en forma de puño enguantado, le cayó como un trueno en la boca del
estómago y lo precipitó grogui sobre la lona. En las imágenes de
la televisión se podía ver con claridad, en una de las primeras
filas del ring, a Maribel, la esposa del campeón.
Y bien,
casi es la hora. Dentro de unos minutos cerraré el negocio, y
caminando llegaré enseguida hasta la carretera del aeropuerto, en
donde me confundiré con los miles de aficionados que llenarán las
orillas de la calzada. Cuando el vehículo que traslade a Manito al
centro de Madrid se acerque, gritaré su nombre a pleno pulmón y
agitaré la bandera con su rostro sin bigote, y aplaudiré hasta
que las palmas de las manos me ardan.
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Autor : Jorge
Guerrero Odriozola
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