Se pasaba las noches
mirando la grieta del techo del salón, esperando que fuera lo que
fuese lo que se ocultaba en ella, se atreviera a asomarse. Lo
escuchaba respirar, un rumor pesado, uniforme. Trataba de
imaginárselo, de otorgarle un aspecto, unos ojos, pero sólo
conseguía imaginarse seres nacidos en películas de terror.
Por
fin una noche, clavada la mirada en la grieta, vio cómo lentamente
empezó a emerger..........una forma de aspecto parduzco, grasiento y
gelatinoso que a medida que se liberaba del estrecho contorno de la
fisura adoptaba un aspecto cilíndrico, azuleado por el resplandor
tenue que derramaban al oscuro y desordenado salón las farolas de la
calle. Se quedó atornillada en una esquina del sofá, tan sólo sus
ojos no permanecían quietos y recorrían los contornos sinuosos de
aquella masa. Apretó los puños y tensó todos los músculos del
cuerpo, pero no se movió. Percibió diminutos ríos húmedos que le
surcaban la espalda, la parte posterior de las rodillas, las axilas,
la unión de los senos, el cuello. Fue a gritar, a pedir auxilio a su
marido que dormía al otro lado del tabique, pero se contuvo; por
miedo, o tal vez porque reconoció la artificiosidad del silencio que
rodeaba lo que estaba viviendo; era aquel un silencio espeso, sólido
y material, que ella conocía de las pesadillas que en los últimos
tiempos se prodigaban en su mente como pantallas de feria que, como
cuando era una niña, le permitían asomarse sin peligro a otros
mundos y a otros seres.
La
insólita figura acabó por desprenderse del techo, jadeaba con
brusquedad, escupiendo el aire como si el oxígeno le molestara o no
le hiciera falta. Dos finas extremidades musculadas, del grosor de un
brazo humano, le nacían de la base del abdomen a manera de patas. El
torso, redondo, estrecho y largo como el tronco de un árbol
decapitado, lo envolvía una especie de membrana tensa y satinada.
Aquella masa cilíndrica avanzó hacia el sofá, y de un salto se le
echó encima. Un amorfo apéndice plano emergió de su costado y tapó
la boca de ella. Otras dos prolongaciones similares la rodearon con
fuerza el talle y los hombros. La mujer tampoco pudo evitar que el
resto se encajara entre sus piernas. La insoportable proximidad con
el monstruo le hizo vomitar bilis, bilis que amordazada por el
apéndice liso e irregular volvió a tragar para no ahogarse. Dentro
del horror que experimentaba no era capaz de concebir la forma física
del ser que la sometía, ni tan siquiera podía identificar el olor
que éste emanaba, ni la sustancia de la que estaba hecho.
Enseguida
se sintió exhausta, empapada de sudor, derrotada, cuando levemente
advirtió que el interior de sus muslos eran acariciados con una
suavidad especial; al mismo tiempo otro tanto ocurría en sus
tobillos, y en los pies, donde unos labios voraces y una lengua
áspera lamían con cuidado cada uno de sus dedos. Mientras,
incontables surcos se dibujaban con ligereza sobre la piel de sus
nalgas en donde las extremidades nerviosas le producían un deleite
insoportable. Involuntariamente se arqueó y apretó su vientre
contra aquella masa indefinida, porque algo muy ligero, ligero como
un soplido cálido hecho con los labios no cesaba de recorrer su
espalda, y lo que debían ser unos dientes delicados mordisqueaban
simultáneamente su cuello, y el lóbulo de una de sus orejas.
Un
segundo después de recibir esta múltiple sensación pudo abrir la
boca, ahora nada la amordazaba ni le impedía gritar; pero para
entonces ella sólo deseaba besar y explorar aquel cuerpo
desconocido, aunque no encontró labios, ni piel, ni manos donde
hacerlo; tampoco encontró brazos a los que enredarse, ni pecho que
acariciar, únicamente un contorno compacto, no humano, de una
solidez pétrea e indefinida la seguía manteniendo inmóvil asida
por la cintura y los hombros. Entonces un volumen fálico comenzó a
penetrar en su vagina lentamente, empujando hacia el interior de su
cuerpo sin apenas hacer presión, izándole las caderas unos
centímetros para que ella misma fuera clavándose en el miembro, y
luego haciendo que cayera de nuevo sobre el sofá. Enseguida ella ya
no tuvo la necesidad de conocer el origen ni la naturaleza de nada ni
de nadie porque se dejó llevar por el intenso gozo que le sobrevino.
Recordaría
más tarde cómo hincada en ese pene tan singular, el ser que no
eyaculaba nunca la llevó por algunos lugares de la casa para seguir
llenándola de placer. Lo hicieron junto al fregadero de la cocina,
que era una fantasía que a ella jamás se le hubiera ocurrido pero
que la puso a gemir de gusto como una búfala. Entre orgasmo y
orgasmo vislumbró los platos, vasos y pucheros sucios de la cena y
que a la mañana siguiente debería fregar. Después la llevó al
baño, donde, sin dejar de tenerla ensartada como si se tratara de
una mariposa de coleccionista, la erecta masa extendió sobre el
suelo la ropa sucia de la colada pendiente, y allí, entre sábanas
sobadas, camisas con intenso olor a sobaco, calcetines, medias,
bragas y calzoncillos desgastados la mujer recibió una nueva oleada
de satisfacción, que además de saciarla la hizo ponerse audaz; así
que, como supo darle a entender al otro, hizo que éste la llevara,
siempre sobre su lanza tiesa y afilada, al pasillo, o sea al lugar
donde reinaba la total oscuridad. Apoyada ligeramente sobre el
radiador lo hicieron tal vez una docena de veces, tal vez dos
docenas, ella no llevó la cuenta; ni podría recordar que otros
lugares y profundidades de su anatomía visitó su compañero a lo
largo de aquellas horas. Atenta y concentrada en disfrutar del
torrente de gusto que le recorría el cuerpo, tampoco tuvo otros
cuidados elementales, y así llegó a hacer añicos con la cabeza el
espejo que le pendía detrás en la pared.
A
la mañana siguiente se despertó en su cama. Era casi mediodía.
Antes de abrir los ojos lo primero que le vino a la mente fue el
alivio de pensar que su marido ya estaría en el taller, como así
era. Se palpó el cuerpo buscando indicios de lo que había sucedido,
pero no notó nada que delatara algo fuera de lo habitual; llevaba
puesto el mismo camisón que la víspera, y eso que recordaba
perfectamente como su compañero nocturno se lo había desgarrado
nada más caer sobre ella. La braga, el sujetador, ambas prendas
estaban intactas sobre su piel, y no rotas y haciendo montón en otra
parte. Las manos no olían a otro ser que no fuera ella misma. Pero
los rincones íntimos de su persona rebosaban de la tibia pesadez que
proporciona el goce sexual. Notaba como sus poros se habían relajado
y creía flotar su ánimo sobre las cosas y flotar sobre la vida
misma que le rodeaba. Reconoció, como otras veces, que era ese el
mismo sabor melancólico que al despertar dejan los sueños soñados
mientras se duerme. Meditando sobre ello se levantó.
Se
sentó a la mesa de la cocina, sin ganas de hacer nada, como
esperando que el tiempo se consumiera vacío hasta que llegara su
marido. Uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos. El descubrimiento fue
repentino, lanzó un grito como si le hubieran dado un susto, de la
impresión se puso de pie de un brinco : en la fregadera no había
más que la taza del desayuno de su marido. Fue al armario : dentro
limpios y relucientes los pucheros, platos y vasos de la cena que
había dejado para limpiarlos hoy. Corrió al baño : las sábanas,
las camisas, los calcetines y la ropa interior, ya no estaban ni en
el suelo, ni en el cesto de la ropa sucia. Sin mucha búsqueda fue a
encontrar cada prenda lavada y planchada en su armario o cajón
correspondiente. Y la lavadora no se había usado, tampoco la
plancha. El colmo fue cuando encontró que encima del radiador, cuyas
templadas lamas ella aún notaba clavadas en sus nalgas, permanecía
entero el espejo que ella entre nubes de jadeos recordaba haber roto.
Entró
en el salón. No le sorprendió hallarlo recogido y ordenado, otra
vez alguien se le había adelantado. Elevó la mirada hacia la
grieta. Allí continuaba, como la víspera y la antevíspera, y como
quizá no dejara de estar nunca. Se fue a sentar en el ancho sofá.
Afinó el oido hasta escuchar el rumor pesado y uniforme de su
compañero nocturno. Con la mirada clavada en el orificio no tardó
en emerger la forma parduzca, grasienta y gelatinosa que a estas
alturas le resultaba tan familiar. La mujer se abrió de piernas con
amplitud, deseosa de que aquella masa la traspasara, y no solo la
llevara a la cima del mundo, sino que al terminar ella regresara a la
cocina y se hallara la comida hecha, y los cristales del balcón
limpios y transparentes, y los bajos de las camas barridos, y las
cortinas...., y los azulejos....
fin
IX
Semana de Cine Fantástico y de Terror. (Concurso literario)
Jorge Guerrero Odriozola 1998
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