miércoles, 6 de septiembre de 2017

Un monstruo a la medida

       Se pasaba las noches mirando la grieta del techo del salón, esperando que fuera lo que fuese lo que se ocultaba en ella, se atreviera a asomarse. Lo escuchaba respirar, un rumor pesado, uniforme. Trataba de imaginárselo, de otorgarle un aspecto, unos ojos, pero sólo conseguía imaginarse seres nacidos en películas de terror. 
     Por fin una noche, clavada la mirada en la grieta, vio cómo lentamente empezó a emerger..........una forma de aspecto parduzco, grasiento y gelatinoso que a medida que se liberaba del estrecho contorno de la fisura adoptaba un aspecto cilíndrico, azuleado por el resplandor tenue que derramaban al oscuro y desordenado salón las farolas de la calle. Se quedó atornillada en una esquina del sofá, tan sólo sus ojos no permanecían quietos y recorrían los contornos sinuosos de aquella masa. Apretó los puños y tensó todos los músculos del cuerpo, pero no se movió. Percibió diminutos ríos húmedos que le surcaban la espalda, la parte posterior de las rodillas, las axilas, la unión de los senos, el cuello. Fue a gritar, a pedir auxilio a su marido que dormía al otro lado del tabique, pero se contuvo; por miedo, o tal vez porque reconoció la artificiosidad del silencio que rodeaba lo que estaba viviendo; era aquel un silencio espeso, sólido y material, que ella conocía de las pesadillas que en los últimos tiempos se prodigaban en su mente como pantallas de feria que, como cuando era una niña, le permitían asomarse sin peligro a otros mundos y a otros seres.
       
             
           La insólita figura acabó por desprenderse del techo, jadeaba con brusquedad, escupiendo el aire como si el oxígeno le molestara o no le hiciera falta. Dos finas extremidades musculadas, del grosor de un brazo humano, le nacían de la base del abdomen a manera de patas. El torso, redondo, estrecho y largo como el tronco de un árbol decapitado, lo envolvía una especie de membrana tensa y satinada. Aquella masa cilíndrica avanzó hacia el sofá, y de un salto se le echó encima. Un amorfo apéndice plano emergió de su costado y tapó la boca de ella. Otras dos prolongaciones similares la rodearon con fuerza el talle y los hombros. La mujer tampoco pudo evitar que el resto se encajara entre sus piernas. La insoportable proximidad con el monstruo le hizo vomitar bilis, bilis que amordazada por el apéndice liso e irregular volvió a tragar para no ahogarse. Dentro del horror que experimentaba no era capaz de concebir la forma física del ser que la sometía, ni tan siquiera podía identificar el olor que éste emanaba, ni la sustancia de la que estaba hecho.
Enseguida se sintió exhausta, empapada de sudor, derrotada, cuando levemente advirtió que el interior de sus muslos eran acariciados con una suavidad especial; al mismo tiempo otro tanto ocurría en sus tobillos, y en los pies, donde unos labios voraces y una lengua áspera lamían con cuidado cada uno de sus dedos. Mientras, incontables surcos se dibujaban con ligereza sobre la piel de sus nalgas en donde las extremidades nerviosas le producían un deleite insoportable. Involuntariamente se arqueó y apretó su vientre contra aquella masa indefinida, porque algo muy ligero, ligero como un soplido cálido hecho con los labios no cesaba de recorrer su espalda, y lo que debían ser unos dientes delicados mordisqueaban simultáneamente su cuello, y el lóbulo de una de sus orejas.
Un segundo después de recibir esta múltiple sensación pudo abrir la boca, ahora nada la amordazaba ni le impedía gritar; pero para entonces ella sólo deseaba besar y explorar aquel cuerpo desconocido, aunque no encontró labios, ni piel, ni manos donde hacerlo; tampoco encontró brazos a los que enredarse, ni pecho que acariciar, únicamente un contorno compacto, no humano, de una solidez pétrea e indefinida la seguía manteniendo inmóvil asida por la cintura y los hombros. Entonces un volumen fálico comenzó a penetrar en su vagina lentamente, empujando hacia el interior de su cuerpo sin apenas hacer presión, izándole las caderas unos centímetros para que ella misma fuera clavándose en el miembro, y luego haciendo que cayera de nuevo sobre el sofá. Enseguida ella ya no tuvo la necesidad de conocer el origen ni la naturaleza de nada ni de nadie porque se dejó llevar por el intenso gozo que le sobrevino.
Recordaría más tarde cómo hincada en ese pene tan singular, el ser que no eyaculaba nunca la llevó por algunos lugares de la casa para seguir llenándola de placer. Lo hicieron junto al fregadero de la cocina, que era una fantasía que a ella jamás se le hubiera ocurrido pero que la puso a gemir de gusto como una búfala. Entre orgasmo y orgasmo vislumbró los platos, vasos y pucheros sucios de la cena y que a la mañana siguiente debería fregar. Después la llevó al baño, donde, sin dejar de tenerla ensartada como si se tratara de una mariposa de coleccionista, la erecta masa extendió sobre el suelo la ropa sucia de la colada pendiente, y allí, entre sábanas sobadas, camisas con intenso olor a sobaco, calcetines, medias, bragas y calzoncillos desgastados la mujer recibió una nueva oleada de satisfacción, que además de saciarla la hizo ponerse audaz; así que, como supo darle a entender al otro, hizo que éste la llevara, siempre sobre su lanza tiesa y afilada, al pasillo, o sea al lugar donde reinaba la total oscuridad. Apoyada ligeramente sobre el radiador lo hicieron tal vez una docena de veces, tal vez dos docenas, ella no llevó la cuenta; ni podría recordar que otros lugares y profundidades de su anatomía visitó su compañero a lo largo de aquellas horas. Atenta y concentrada en disfrutar del torrente de gusto que le recorría el cuerpo, tampoco tuvo otros cuidados elementales, y así llegó a hacer añicos con la cabeza el espejo que le pendía detrás en la pared.

A la mañana siguiente se despertó en su cama. Era casi mediodía. Antes de abrir los ojos lo primero que le vino a la mente fue el alivio de pensar que su marido ya estaría en el taller, como así era. Se palpó el cuerpo buscando indicios de lo que había sucedido, pero no notó nada que delatara algo fuera de lo habitual; llevaba puesto el mismo camisón que la víspera, y eso que recordaba perfectamente como su compañero nocturno se lo había desgarrado nada más caer sobre ella. La braga, el sujetador, ambas prendas estaban intactas sobre su piel, y no rotas y haciendo montón en otra parte. Las manos no olían a otro ser que no fuera ella misma. Pero los rincones íntimos de su persona rebosaban de la tibia pesadez que proporciona el goce sexual. Notaba como sus poros se habían relajado y creía flotar su ánimo sobre las cosas y flotar sobre la vida misma que le rodeaba. Reconoció, como otras veces, que era ese el mismo sabor melancólico que al despertar dejan los sueños soñados mientras se duerme. Meditando sobre ello se levantó.
Se sentó a la mesa de la cocina, sin ganas de hacer nada, como esperando que el tiempo se consumiera vacío hasta que llegara su marido. Uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos. El descubrimiento fue repentino, lanzó un grito como si le hubieran dado un susto, de la impresión se puso de pie de un brinco : en la fregadera no había más que la taza del desayuno de su marido. Fue al armario : dentro limpios y relucientes los pucheros, platos y vasos de la cena que había dejado para limpiarlos hoy. Corrió al baño : las sábanas, las camisas, los calcetines y la ropa interior, ya no estaban ni en el suelo, ni en el cesto de la ropa sucia. Sin mucha búsqueda fue a encontrar cada prenda lavada y planchada en su armario o cajón correspondiente. Y la lavadora no se había usado, tampoco la plancha. El colmo fue cuando encontró que encima del radiador, cuyas templadas lamas ella aún notaba clavadas en sus nalgas, permanecía entero el espejo que ella entre nubes de jadeos recordaba haber roto.
Entró en el salón. No le sorprendió hallarlo recogido y ordenado, otra vez alguien se le había adelantado. Elevó la mirada hacia la grieta. Allí continuaba, como la víspera y la antevíspera, y como quizá no dejara de estar nunca. Se fue a sentar en el ancho sofá. Afinó el oido hasta escuchar el rumor pesado y uniforme de su compañero nocturno. Con la mirada clavada en el orificio no tardó en emerger la forma parduzca, grasienta y gelatinosa que a estas alturas le resultaba tan familiar. La mujer se abrió de piernas con amplitud, deseosa de que aquella masa la traspasara, y no solo la llevara a la cima del mundo, sino que al terminar ella regresara a la cocina y se hallara la comida hecha, y los cristales del balcón limpios y transparentes, y los bajos de las camas barridos, y las cortinas...., y los azulejos....


fin


IX Semana de Cine Fantástico y de Terror. (Concurso literario)
                                                     Jorge Guerrero Odriozola 1998






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