viernes, 12 de febrero de 2010

El secreto

Tendría unos siete u ocho años, cuando un compañero de aula me desveló medio en broma, medio en serio, el mayor secreto de la infancia. Muy asustado e inseguro por lo que acababa de saber, llegué a casa. Mi padre, pluriempleado como todos los padres de la época, se hallaba cortando patrones de camisas con unas grandes tijeras , reclinado sobre la mesa de su cuarto; como siempre que se concentraba en algo, la punta de la lengua le asomaba fuera de la boca, aprisionada entre los labios.
- Aitá, ¿los reyes son los padres? – le pregunté cerrando los ojos y apretándolos como cuando te vas a chocar contra algo.

- Pues claro, txalao – respondió con cierta guasa en el tono sin levantar la mirada.
- Jó, ¡por qué me lo dices! – protesté en un sollozo, con el alma traspasada de pena.
- Y tú, ¿por qué preguntas?.
Me sentí como arrojado contra la pared; crucificado, atropellado y muerto por la locomotora de los adultos. Yo, que hasta entonces era tan tierno y cándido...
Ahí acabó mi infancia. A los pocos días empezó a crecerme la barba, me inicié en el tabaco, bebí mis primeras copas de ginebra y comencé a blasfemar; pronto descubrí que las redondas caderas de las amiguitas del vecindario me inspiraban en los placeres solitarios que enseguida puse en práctica.
Hoy, años, muchos años después, mi padre ya no existe. Sin embargo, a menudo, como en la infancia, le suelo hacer preguntas:
- Aitá, ¿hay vida en el otro lado?.
Y hasta ahora mi padre no me ha contestado.

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