jueves, 4 de abril de 2019

La gasolinera

Ahora ya no existe pero hacia finales de los setenta, muchos recordaréis la pequeña gasolinera que había en la carretera de Hernani a Goizueta. Un surtidor de gasolina y otro de gasóleo y al lado un diminuto edificio de una planta que hacía de oficina, atravesando una puerta se encontraba la vivienda de tres huecos, mas una cocina y un aseo sin ducha. La atendía su propietario, Tomás Odriozola. Que la había heredado de su padre, el cual después de la guerra obtuvo la licencia para vender combustible.
La carretera a Goizueta no era como la de ahora, hace unas décadas los vehículos penetraban por el denso túnel de vegetación verde, formado por las enormes y robustas ramas y hojas de los castaños que crecían a su suerte a ambos lados de la estrecha calzada tachonada de baches .
       
             

A pesar de la espesa vegetación, la gasolinera se levantaba en una breve campa natural, al pie de una abrupta ladera, al abrigo del viento y orientada al sur. Los días despejados, la luz del sol se derramaba por todos los rincones de la pequeña explanada y lo que en las horas plomizas no era más que un reducto triste y depresivo, se trasformaba en un refulgente oasis amarillo. En esos días, Tomás aprovechaba los momentos tranquilos de la jornada para sentarse en la bancada de cemento del exterior del edificio para dejarse acariciar por la brisa templada por el sol. Perdido en sus ensoñaciones, Tomás cerraba los ojos y se dejaba llevar, hasta que alguna bocina estridente lo devolvía al mundo terrenal y al trabajo.

A sus cuarenta y pico de años, Tomás se ha convertido en un hombre de pocas palabras, las pocas que pronuncia con los clientes. Solo cuando fue a la mili, en Murcia, además de aprender castellano, aprendió a relacionarse con la gente, con los compañeros de quinta. Pero la mili acabó hace mucho tiempo. Sin familia y sin vida social la gasolinera es todo su universo.

Tomás sabe que ese universo es un universo microscópico, aburrido y sin horizontes. Pensar así le hace muy infeliz. Si tuviera algún talento creativo que le ocupara evadiéndose del paso del tiempo, o alguna afición que llenara las horas muertas cuando apenas se detiene un vehículo, sería una especie de narcótico que adormeciera su inmensa y solitaria decrepitud existencial (esto de “solitaria decrepitud existencial” es una expresión que jamás emplearía Tomás ya que ni siquiera la entiende, pero la oyó en la radio un día y se le ha quedado, por eso se menciona aquí).
Una salvedad: sí, si tiene compañía. La de un pez. Un pez brillante, anaranjado que con lentitud da vueltas y vueltas y más vueltas dentro de la pecera situada sobre la mesa de la cocina. El pez es muy juguetón. A veces, cuando ve a Tomás aparecer por la puerta, salta sobre la superficie del agua, para caer zambulléndose en una pirueta circense. Parece como que quisiera huir, se dice Tomás. Tonto, le dice, tus intentos son imposibles, ¿a dónde ibas a ir?. Y se pregunta a su vez, si él mismo no estará también dentro de una invisible pecera de dimensiones colosales.
¿Has visto?, el último cliente me ha dado una propinilla. Me parece que hoy tengo que afeitarme. Esta semana no iré a ducharme a Hernani, no huelo tan mal, ¿verdad?. Me han salido unos buenísimos puerros con patatas. Estas son algunas de las frases que Tomás dirige a su pez. Unos lo hacen con sus amigos, otros además con sus parejas, él lo hace con su pez, hablar.
Una mañana al regresar de las compras en el mercado de Goizueta, encontró la pecera vacía y al pez en el suelo, muerto. Un triple salto mortal mal calculado y su compañero se había salido para siempre de la pecera. ¿Lo habría hecho a propósito?. La muerte del pez le hizo recapacitar sobre su propia vida, encerrada en una pecera que llamaban gasolinera. A los pocos días, colocó el cartel de “SE VENDE. Razón Aquí”. en el lugar más visible del entorno.
Se iría lejos. Tal vez a Antzuola, la pequeña aldea en donde nació su padre. Tenía un primo pastor de ovejas que quizá le enseñara el oficio. Siempre le había gustado fabricar quesos, mamias, la vida en el campo, ir a la taberna por las tardes a tomar unos txikitos, bailar en la plaza los domingos, ¡¡¡tantas cosas se podían hacer lejos de la gasolinera¡¡¡.
Pero pasaron las semanas y los meses. Y el negocio no se vendía Muchos curiosos preguntaban el precio, pero se veía que no tenían interés alguno ya que no volvían a insistir. Él lo fue bajando, hasta situarlo en una cifra irrisoria.
Tomás no cesaba de imaginar el futuro. Otra posibilidad era trasladarse a Donostia. Trabajaría como lavacoches en algún taller, Donostia está llena de ellos. Una ciudad grande como aquélla le brindaría alguna oportunidad de hacer amigos, de, tal vez, echarse una novia, casarse, tener hijos.... Sintió que el paraiso le estaba llamando. Que el mundo y la vida estaban apunto de empezar de nuevo para él. Abstraído en este momento de ensoñación no oyó a la primera esta frase: ¿No hay nadie aquí?. De nuevo: ¿No hay nadie aquí?. Si, si, voy, voy, dijo Tomás bajando del séptimo cielo de golpe y porrazo. Salió al exterior. Sí, perdóneme, ¿qué tipo de combustible desea?. No deseo combustible, quiero conocer la gasolinera y saber su precio. Quien hablaba, era una mujer joven y guapa, con unos bonitos ojos marrones, rebosante toda ella de esa belleza que da la simple juventud. ¿Le interesa?. Podría ser, enséñeme el interior, por favor. Tomás le mostró la vivienda. Esta cocina necesita una reforma total. Estos dormitorios hay que pintar. Aquí entra una ducha. Y en el terreno cubierto de matorrales que había en la parte trasera: aquí un huerto y un jardín, dijo la mujer. Después siguieron hablando del estado general de la gasolinera, de las posibilidades del negocio, del precio. Tomás analizaba a la mujer mientras charlaban. En verdad no había tenido en la vida una mujer tan cerca y tan interesada en sus asuntos, tan preguntona, tan directa al grano. Ella se saltaba, sin saberlo, las cautelas amuralladas que Tomás había levantado a lo largo de su vida entre él y las mujeres. Por si fuera poco, sin que él se lo preguntara, ésta le dijo que era nacida en un barrio de Irún, que había roto con su novio (comentario que a Tomás le agradó oir, aunque le pareció poco pudoroso por parte de la chica) y para colmo añadió que quería iniciar una nueva aventura vital en otra parte (vamos, lo mismo que le estaba pasando a él).

La muchacha le aseguró que el negocio con la vivienda le interesaban, pero que tendría que pensarlo y hechar cuentas. Claro claro, dijo él, es un asunto para pensarlo bien, no hay que precipitarse. La chica se montó en su 127 color naranja y desapareció. Tomás se quedó clavado un rato al pie de la gasolinera, viendo perderse el coche en la lejanía hasta tomar la primera curva. Pudo memorizar la matrícula.

Desde ese mismo instante, como era de esperar, comenzó a construir castillos en el aire. Castillos con una dama de bonitos ojos marrones en el interior. ¿Por qué no podía ser ella la compañera que tanto necesitaba?. No le vendería la gasolinera, no, la haría su novia, se casarían y vivirían allí, como él con sus padres. Pondría televisión. Tendrían hijos. Para ellos instalaría un columpio en el jardín y una txirristra. Los llevaría a la ikastola de Hernani. Conocería a otros padres, con los que haría cuadrilla. Irían con otras familias al monte. Saldrían de vacaciones. Pero lo más importante: se acabó para él vivir en una pecera, ambos se querrían con todas sus fuerzas, cuidarían uno del otro, se complacerían mutuamente, formarían un gran equipo lleno de amor. ¿Qué cantidad de felicidad se puede llegar a disfrutar?, ¿dónde está el límite?, ¿alguien lo conoce?.

¿Me puede decir el precio de la gasolinera?. Cuándo Tomás oyó estas palabras en boca de un cliente que se había acercado al surtidor, sintió una punzada dolorosa en el costado. Había cometido un error, el cartel seguía colocado donde siempre, pero pensando que así ella podría detenerse en cualquier momento para formalizar la compra o solicitar más detalles. Si el cartel hubiera desaparecido, tal vez la mujer pasara sin detenerse. Y eso no podía suceder de ninguna manera. Al cliente que había preguntado, Tomás le soltó un precio de venta astronómico de tal manera que el otro inmediatamente perdió el posible interés de compra y se fue en estampida. Una vez solo, retiró el cartel. La gasolinera ya no estaba en venta.

Pero después de unas cuatro o cinco semanas, sin que la chica apareciera, Tomás volvió a colocarlo, porque se dijo :¿y si ella al pasar no veía el cartel, no podría pensar que se había vendido, o que él no quería venderlo ya?. Esta interrogante era tan válida para sus pretensiones como su contraria, ¿y si no viendo el cartel, ella se detuviera para interesarse por las razones que le habían llevado a quitarlo?. En fin se construyó un galimatías irresoluble. Que le mantuvo durante un tiempo dificil de precisar en una actitud obsesiva. Procuraba no perderse el pase de cualquier vehiculo por delante de la gasolinera, seleccionando los 127 naranjas, buscando la matrícula : SS-7200-C.

Decidió tener la gasolinera abierta las veinticuatro horas del día, no fuera que ella de madrugada necesitara gasolina o hinchar las ruedas, o reponer el agua del limpiaparabrisas, y pasara de largo al ver el establecimiento cerrado. Tomás no quería dar ninguna oportunidad a la mala suerte, y que ella no apareciera era la peor de todas. Había que ponérselo fácil.

Se acostumbró a dormir en periodos de quince, veinte minutos, a lo largo del día o de la noche. Sacó fuerzas para desbrozar el matorral trasero, sembrar semillas de rosas y claveles, plantar una huerta. Reformó el baño, la cocina. Pintó él mismo los dormitorios. Puso macetas rojas en los alfeizares. Hizo instalar una televisión de 32 pulgadas. Renovó el frigorífico. Dejó la casa a punto para ella.

Pasaron meses. Muchos meses. Pasaron años. Él no perdíó la esperanza de verla aparecer por la curva por donde se fue. Por las noches, en ese sueño de vigilia que no le abandonó en todo este tiempo, la veía por la casa, cuidando de él, de sus cuatro hijos (porque hubieran tenido cuatro hijos), dejándose besar y abrazar, amándose día sí, noche también. Pero la muchacha de los ojos marrones nunca más volvió a aparecer.

Hasta casi los ochenta años Tomás vivió en la gasolinera, siempre espectante, siempre al acecho de aquella curva, siempre esperándola. Pero hace un tiempo sufrió un problema vascular grave que lo ha dejado inválido de forma permanente, sin esperanzas de recuperación. Afortunadamente, aunque con torpeza, puede hablar.

Llevo unos días trabajando en esta residencia de ancianos. He tenido mucha suerte, porque siendo tan joven como yo no es fácil encontrar un trabajo como éste. Hoy he conocido a Tomás. El pobre está muy deteriorado física y mentalmente, aunque no soy una experta diría que padece una senilidad muy avanzada. Nada más verme me ha pedido que me sentara a su lado, y me ha contado la historia de su vida que acabáis de conocer. Al final, cuando me iba por el cambio de turno, me ha preguntado : ¿Tú no tendrás un coche naranja?.

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Autor : Jorge Guerrero Odriozola
escrito en mayo 2018
para el concurso Relatos II +55
Seleccionado y publicado
en octubre 2018


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