Ahora
ya no existe pero hacia finales de los setenta, muchos recordaréis
la pequeña gasolinera que había en la carretera de Hernani a
Goizueta. Un surtidor de gasolina y otro de gasóleo y al lado un
diminuto edificio de una planta que hacía de oficina, atravesando
una puerta se encontraba la vivienda de tres huecos, mas una cocina y
un aseo sin ducha. La atendía su propietario, Tomás Odriozola. Que
la había heredado de su padre, el cual después de la guerra obtuvo
la licencia para vender combustible.
La
carretera a Goizueta no era como la de ahora, hace unas décadas los
vehículos penetraban por el denso túnel de vegetación verde,
formado por las enormes y robustas ramas y hojas de los castaños que
crecían a su suerte a ambos lados de la estrecha calzada tachonada
de baches .
A
pesar de la espesa vegetación, la gasolinera se levantaba en una
breve campa natural, al pie de una abrupta ladera, al abrigo del
viento y orientada al sur. Los días despejados, la luz del sol se
derramaba por todos los rincones de la pequeña explanada y lo que en
las horas plomizas no era más que un reducto triste y depresivo, se
trasformaba en un refulgente oasis amarillo. En esos días, Tomás
aprovechaba los momentos tranquilos de la jornada para sentarse en la
bancada de cemento del exterior del edificio para dejarse acariciar
por la brisa templada por el sol. Perdido en sus ensoñaciones, Tomás
cerraba los ojos y se dejaba llevar, hasta que alguna bocina
estridente lo devolvía al mundo terrenal y al trabajo.
A
sus cuarenta y pico de años, Tomás se ha convertido en un hombre de
pocas palabras, las pocas que pronuncia con los clientes. Solo cuando
fue a la mili, en Murcia, además de aprender castellano, aprendió a
relacionarse con la gente, con los compañeros de quinta. Pero la
mili acabó hace mucho tiempo. Sin familia y sin vida social la
gasolinera es todo su universo.
Tomás
sabe que ese universo es un universo microscópico, aburrido y sin
horizontes. Pensar así le hace muy infeliz. Si tuviera algún
talento creativo que le ocupara evadiéndose del paso del tiempo, o
alguna afición que llenara las horas muertas cuando apenas se
detiene un vehículo, sería una especie de narcótico que
adormeciera su inmensa y solitaria decrepitud existencial (esto de
“solitaria decrepitud existencial” es una expresión que jamás
emplearía Tomás ya que ni siquiera la entiende, pero la oyó en la
radio un día y se le ha quedado, por eso se menciona aquí).
Una
salvedad: sí, si tiene compañía. La de un pez. Un pez brillante,
anaranjado que con lentitud da vueltas y vueltas y más vueltas
dentro de la pecera situada sobre la mesa de la cocina. El pez es muy
juguetón. A veces, cuando ve a Tomás aparecer por la puerta, salta
sobre la superficie del agua, para caer zambulléndose en una pirueta
circense. Parece como que quisiera huir, se dice Tomás. Tonto, le
dice, tus intentos son imposibles, ¿a dónde ibas a ir?. Y se
pregunta a su vez, si él mismo no estará también dentro de una
invisible pecera de dimensiones colosales.
¿Has
visto?, el último cliente me ha dado una propinilla. Me parece que
hoy tengo que afeitarme. Esta semana no iré a ducharme a Hernani, no
huelo tan mal, ¿verdad?. Me han salido unos buenísimos puerros con
patatas. Estas son algunas de las frases que Tomás dirige a su pez.
Unos lo hacen con sus amigos, otros además con sus parejas, él lo
hace con su pez, hablar.
Una
mañana al regresar de las compras en el mercado de Goizueta,
encontró la pecera vacía y al pez en el suelo, muerto. Un triple
salto mortal mal calculado y su compañero se había salido para
siempre de la pecera. ¿Lo habría hecho a propósito?. La muerte del
pez le hizo recapacitar sobre su propia vida, encerrada en una pecera
que llamaban gasolinera. A los pocos días, colocó el cartel de “SE
VENDE. Razón Aquí”. en el lugar más visible del entorno.
Se
iría lejos. Tal vez a Antzuola, la pequeña aldea en donde nació su
padre. Tenía un primo pastor de ovejas que quizá le enseñara el
oficio. Siempre le había gustado fabricar quesos, mamias, la vida en
el campo, ir a la taberna por las tardes a tomar unos txikitos,
bailar en la plaza los domingos, ¡¡¡tantas cosas se podían hacer
lejos de la gasolinera¡¡¡.
Pero
pasaron las semanas y los meses. Y el negocio no se vendía Muchos
curiosos preguntaban el precio, pero se veía que no tenían interés
alguno ya que no volvían a insistir. Él lo fue bajando, hasta
situarlo en una cifra irrisoria.
Tomás
no cesaba de imaginar el futuro. Otra posibilidad era trasladarse a
Donostia. Trabajaría como lavacoches en algún taller, Donostia está
llena de ellos. Una ciudad grande como aquélla le brindaría alguna
oportunidad de hacer amigos, de, tal vez, echarse una novia, casarse,
tener hijos.... Sintió que el paraiso le estaba llamando. Que el
mundo y la vida estaban apunto de empezar de nuevo para él.
Abstraído en este momento de ensoñación no oyó a la primera esta
frase: ¿No hay nadie aquí?. De nuevo: ¿No hay nadie aquí?. Si,
si, voy, voy, dijo Tomás bajando del séptimo cielo de golpe y
porrazo. Salió al exterior. Sí, perdóneme, ¿qué tipo de
combustible desea?. No deseo combustible, quiero conocer la
gasolinera y saber su precio. Quien hablaba, era una mujer joven y
guapa, con unos bonitos ojos marrones, rebosante toda ella de esa
belleza que da la simple juventud. ¿Le interesa?. Podría ser,
enséñeme el interior, por favor. Tomás le mostró la vivienda.
Esta cocina necesita una reforma total. Estos dormitorios hay que
pintar. Aquí entra una ducha. Y en el terreno cubierto de matorrales
que había en la parte trasera: aquí un huerto y un jardín, dijo la
mujer. Después siguieron hablando del estado general de la
gasolinera, de las posibilidades del negocio, del precio. Tomás
analizaba a la mujer mientras charlaban. En verdad no había tenido
en la vida una mujer tan cerca y tan interesada en sus asuntos, tan
preguntona, tan directa al grano. Ella se saltaba, sin saberlo, las
cautelas amuralladas que Tomás había levantado a lo largo de su
vida entre él y las mujeres. Por si fuera poco, sin que él se lo
preguntara, ésta le dijo que era nacida en un barrio de Irún, que
había roto con su novio (comentario que a Tomás le agradó oir,
aunque le pareció poco pudoroso por parte de la chica) y para colmo
añadió que quería iniciar una nueva aventura vital en otra parte
(vamos, lo mismo que le estaba pasando a él).
La
muchacha le aseguró que el negocio con la vivienda le interesaban,
pero que tendría que pensarlo y hechar cuentas. Claro claro, dijo
él, es un asunto para pensarlo bien, no hay que precipitarse. La
chica se montó en su 127 color naranja y desapareció. Tomás se
quedó clavado un rato al pie de la gasolinera, viendo perderse el
coche en la lejanía hasta tomar la primera curva. Pudo memorizar la
matrícula.
Desde
ese mismo instante, como era de esperar, comenzó a construir
castillos en el aire. Castillos con una dama de bonitos ojos marrones
en el interior. ¿Por qué no podía ser ella la compañera que tanto
necesitaba?. No le vendería la gasolinera, no, la haría su novia,
se casarían y vivirían allí, como él con sus padres. Pondría
televisión. Tendrían hijos. Para ellos instalaría un columpio en
el jardín y una txirristra. Los llevaría a la ikastola de Hernani.
Conocería a otros padres, con los que haría cuadrilla. Irían con
otras familias al monte. Saldrían de vacaciones. Pero lo más
importante: se acabó para él vivir en una pecera, ambos se querrían
con todas sus fuerzas, cuidarían uno del otro, se complacerían
mutuamente, formarían un gran equipo lleno de amor. ¿Qué cantidad
de felicidad se puede llegar a disfrutar?, ¿dónde está el límite?,
¿alguien lo conoce?.
¿Me
puede decir el precio de la gasolinera?. Cuándo Tomás oyó estas
palabras en boca de un cliente que se había acercado al surtidor,
sintió una punzada dolorosa en el costado. Había cometido un error,
el cartel seguía colocado donde siempre, pero pensando que así ella
podría detenerse en cualquier momento para formalizar la compra o
solicitar más detalles. Si el cartel hubiera desaparecido, tal vez
la mujer pasara sin detenerse. Y eso no podía suceder de ninguna
manera. Al cliente que había preguntado, Tomás le soltó un precio
de venta astronómico de tal manera que el otro inmediatamente perdió
el posible interés de compra y se fue en estampida. Una vez solo,
retiró el cartel. La gasolinera ya no estaba en venta.
Pero
después de unas cuatro o cinco semanas, sin que la chica apareciera,
Tomás volvió a colocarlo, porque se dijo :¿y si ella al pasar no
veía el cartel, no podría pensar que se había vendido, o que él
no quería venderlo ya?. Esta interrogante era tan válida para sus
pretensiones como su contraria, ¿y si no viendo el cartel, ella se
detuviera para interesarse por las razones que le habían llevado a
quitarlo?. En fin se construyó un galimatías irresoluble. Que le
mantuvo durante un tiempo dificil de precisar en una actitud
obsesiva. Procuraba no perderse el pase de cualquier vehiculo por
delante de la gasolinera, seleccionando los 127 naranjas, buscando la
matrícula : SS-7200-C.
Decidió
tener la gasolinera abierta las veinticuatro horas del día, no fuera
que ella de madrugada necesitara gasolina o hinchar las ruedas, o
reponer el agua del limpiaparabrisas, y pasara de largo al ver el
establecimiento cerrado. Tomás no quería dar ninguna oportunidad a
la mala suerte, y que ella no apareciera era la peor de todas. Había
que ponérselo fácil.
Se
acostumbró a dormir en periodos de quince, veinte minutos, a lo
largo del día o de la noche. Sacó fuerzas para desbrozar el
matorral trasero, sembrar semillas de rosas y claveles, plantar una
huerta. Reformó el baño, la cocina. Pintó él mismo los
dormitorios. Puso macetas rojas en los alfeizares. Hizo instalar una
televisión de 32 pulgadas. Renovó el frigorífico. Dejó la casa a
punto para ella.
Pasaron
meses. Muchos meses. Pasaron años. Él no perdíó la esperanza de
verla aparecer por la curva por donde se fue. Por las noches, en ese
sueño de vigilia que no le abandonó en todo este tiempo, la veía
por la casa, cuidando de él, de sus cuatro hijos (porque hubieran
tenido cuatro hijos), dejándose besar y abrazar, amándose día sí,
noche también. Pero la muchacha de los ojos marrones nunca más
volvió a aparecer.
Hasta
casi los ochenta años Tomás vivió en la gasolinera, siempre
espectante, siempre al acecho de aquella curva, siempre esperándola.
Pero hace un tiempo sufrió un problema vascular grave que lo ha
dejado inválido de forma permanente, sin esperanzas de recuperación.
Afortunadamente, aunque con torpeza, puede hablar.
Llevo
unos días trabajando en esta residencia de ancianos. He tenido mucha
suerte, porque siendo tan joven como yo no es fácil encontrar un
trabajo como éste. Hoy he conocido a Tomás. El pobre está muy
deteriorado física y mentalmente, aunque no soy una experta diría
que padece una senilidad muy avanzada. Nada más verme me ha pedido
que me sentara a su lado, y me ha contado la historia de su vida que
acabáis de conocer. Al final, cuando me iba por el cambio de turno,
me ha preguntado : ¿Tú no tendrás un coche naranja?.
---ooo---
Autor : Jorge Guerrero Odriozola
escrito en mayo 2018
para el concurso Relatos II +55
Seleccionado y publicado
en octubre 2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario