viernes, 25 de junio de 2010

Vasos Comunicantes

El principio de los Vasos Comunicantes dice algo de que dos recipientes comunicados entre si, parece que alcanzan el mismo nivel de liquido sea cual sea la capacidad de cada uno de ellos. Más o menos eso es lo que Julen había entendido al profesor de física, al tiempo que se distraía viendo como las nubes cruzaban el rectángulo de la ventana del aula, y su mente volaba escocida por un intenso dolor en el alma causado por otro asunto personal que no le había dejado dormir la pasada noche y le impedía tranquilizarse. Si los objetos que le rodeaban fueran seres vivos, con un sistema nervioso como el humano, su pupitre, el asiento, la mochila donde llevaba los libros y las pesadas herramientas del taller de prácticas, la ropa que vestía, las nike, el mp3, el portátil, y en casa la cama, la mesilla, las puertas del armario, ahora mismo estarían soltando alaridos de dolor por las patadas y puñetazos que Julen les había arreado en las últimas horas, cada vez que él recordaba las palabras de Amaia reprochándole la ausencia de cariño con que él la trataba, la forma brusca y ruda de besarle, de amarle. Ella no quería seguir, dijo en la penumbra del dormitorio en donde pasaban la tarde de ese domingo. Sería la última que la pasaba con él. Adiós, dijo ella.
Ha oscurecido. Los compañeros se dirigen hacia el taller de forja cuando él decide que ya esta bien por hoy, que se muera el mundo, los profesores, los vasos comunicantes o cómo se llamen, y las novias que acaban con tres años de noviazgo sin pestañear.
Quiere irse a casa, estar solo, morderse los labios rabioso, babear en la almohada su furia por el abandono. La mochila pesa como una tonelada pero el acelera el paso y logra tomar por los pelos el autobús de las ocho. Y además encuentra un asiento libre. Los cristales empañados no le dejan observar el exterior, pero si ve su rostro reflejado en el vaho. Su mirada es inexpresiva diría cualquiera que no sepa lo que le ronda por dentro: la línea de los labios relajada, las manos, una sobre la otra apaciblemente, igual que los ancianos bondadosos que suele observar en el parque cuando pasea, paseaba, con ella. Con el recuerdo de Amaia se le renueva la dosis de bilis, la mala sangre, el insoportable peso del presente. A gusto se liaría a trompazos con lo que tuviera más a mano.
Es entonces cuando el autobús frena bruscamente, suena un largo y agudo chirrido de las ruedas sobre el asfalto. Gritos. Un grupo de viajeros se desplaza como un obús humano y cae despanzurrado. Quejidos, lloros, protestas. El autobús está atravesado en medio de la calzada. Desde el exterior unos encapuchados lanzan piedras y trozos de metal; gritan al conductor que abra las puertas de inmediato, unos encienden las mechas de las botellas que llevan, y las estrellan contra la carrocería. Otros agitan en el aire gruesas cadenas. Dos segundos después un grupo de seis o siete asaltantes entra y a gritos ordena a empujones que todo el mundo se baje. Quienes no acaban de entender la situación o parecen resistirse son golpeados con barras y martillos. A patadas los viajeros ruedan por el suelo. Julen, que no ha perdido el sabor amargo en la boca, esa cólera interior que hace unos instantes le llenaba el cuerpo, sin moverse del asiento, con rapidez, echa mano a la mochila y saca de ella la gruesa maza de herrería que esta tarde hubiera debido emplear en el taller de forja. Mango de hierro, cabeza plana tambien de hierro y del tamaño de un puño. Se pone en pie al tiempo que suelta un gran rugido, algunos de los asaltantes se quedan petrificados, sorprendidos por esta reacción inesperada. Sin darles tiempo, Julen agarra al que tiene más cerca, le arranca la capucha y le martillea con toda su fuerza en la cabeza, el asaltante cae redondo. Algunos salen corriendo, los demás se le vienen encima. Él no deja de arrear golpes a un lado y a otro, de agarrar capuchas y arrancarlas. Algunos martillazos llegan con claridad, arrancando alaridos de dolor. Trozos de piel, de cuero cabelludo, chorros de sangre se extienden por el suelo, se oye un crujir de huesos. Pero pronto le rodean. Le caen un millar de golpes en cinco segundos, que le cubren la totalidad de cada milimetro de su cuerpo. En la nube de dolor que le va envolviendo, se sorprende a si mismo repitiéndose clara y diáfana la definición de la teoría de los Vasos Comunicantes que el profesor ha explicado hay en clase. Dos recipientes comunicados igualan sus niveles sea cual sea su capacidad. La cólera que siente por la pérdida de Amaia, se iguala con el desahogo de expulsarla sobre la cabeza de estos matones, que a su vez le responden a golpes mortíferos. Mientras lo piensa, Julen se desliza casi muerto hacia el piso del autobús, ensangrentado, innane, roto....

No hay comentarios: