
Ha oscurecido. Los compañeros se dirigen hacia el taller de forja cuando él decide que ya esta bien por hoy, que se muera el mundo, los profesores, los vasos comunicantes o cómo se llamen, y las novias que acaban con tres años de noviazgo sin pestañear.
Quiere irse a casa, estar solo, morderse los labios rabioso, babear en la almohada su furia por el abandono. La mochila pesa como una tonelada pero el acelera el paso y logra tomar por los pelos el autobús de las ocho. Y además encuentra un asiento libre. Los cristales empañados no le dejan observar el exterior, pero si ve su rostro reflejado en el vaho. Su mirada es inexpresiva diría cualquiera que no sepa lo que le ronda por dentro: la línea de los labios relajada, las manos, una sobre la otra apaciblemente, igual que los ancianos bondadosos que suele observar en el parque cuando pasea, paseaba, con ella. Con el recuerdo de Amaia se le renueva la dosis de bilis, la mala sangre, el insoportable peso del presente. A gusto se liaría a trompazos con lo que tuviera más a mano.
Es entonces cuando el autobús frena bruscamente, suena un largo y agudo chirrido de las ruedas sobre el asfalto. Gritos. Un grupo de viajeros se desplaza como un obús humano y cae despanzurrado. Quejidos, lloros, protestas. El autobús está atravesado en medio de la calzada. Desde el exterior unos encapuchados lanzan piedras y trozos de metal; gritan al conductor que abra las puertas de inmediato, unos encienden las mechas de las botellas que llevan, y las estrellan contra la carrocería. Otros agitan en el aire gruesas cadenas. Dos segundos después un grupo de seis o siete asaltantes entra y a gritos ordena a empujones que todo el mundo se baje. Quienes no acaban de entender la situación o parecen resistirse son golpeados con barras y martillos. A patadas los viajeros ruedan por el suelo. Julen, que no ha perdido el sabor amargo en la boca, esa cólera interior que hace unos instantes le llenaba el cuerpo, sin moverse del asiento, con rapidez, echa mano a la mochila y saca de ella la gruesa maza de herrería que esta tarde hubiera debido emplear en el taller de forja. Mango de hierro, cabeza plana tambien de hierro y del tamaño de un puño. Se pone en pie al tiempo que suelta un gran rugido, algunos de los asaltantes se quedan petrificados, sorprendidos por esta reacción inesperada. Sin darles tiempo, Julen agarra al que tiene más cerca, le arranca la capucha y le martillea con toda su fuerza en la cabeza, el asaltante cae redondo. Algunos salen corriendo, los demás se le vienen encima. Él no deja de arrear golpes a un lado y a otro, de agarrar capuchas y arrancarlas. Algunos martillazos llegan con claridad, arrancando alaridos de dolor. Trozos de piel, de cuero cabelludo, chorros de sangre se extienden por el suelo, se oye un crujir de huesos. Pero pronto le rodean. Le caen un millar de golpes en cinco segundos, que le cubren la totalidad de cada milimetro de su cuerpo. En la nube de dolor que le va envolviendo, se sorprende a si mismo repitiéndose clara y diáfana la definición de la teoría de los Vasos Comunicantes que el profesor ha explicado hay en clase. Dos recipientes comunicados igualan sus niveles sea cual sea su capacidad. La cólera que siente por la pérdida de Amaia, se iguala con el desahogo de expulsarla sobre la cabeza de estos matones, que a su vez le responden a golpes mortíferos. Mientras lo piensa, Julen se desliza casi muerto hacia el piso del autobús, ensangrentado, innane, roto....
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