lunes, 24 de noviembre de 2008

El malentendido

He pasado la noche junto a mi madre. Leyéndole a García Márquez, el único autor que recuerda a sus ochenta y nueve años su cerebro aplanado por la demencia senil. "María de mi corazón" es el relato que más le gusta, cuántas veces se lo he leído en los últimos tiempos, ¿veinte, veinticinco, treinta veces..?.
Ya no ve, casi no oye, vegeta inmóvil en su camita, sólo un hilillo de voz le sirve de unión con el mundo, que únicamente soy yo y alguno de los cuidadores que por su habitación se dejan caer a cada rato.
A las seis de la mañana, oyéndose los primeros pájaros, cuando ha vencido al insomnio y los leves ronquidos me han avisado de que podía dejar de leer, cerrar el libro, contemplar durante unos segundos su rostro arrugado, tan distinto del que evoco de la memoria de mi niñez, dejar un beso silencioso en su mejilla cuarteada y fría, he salido de la habitación de puntillas
Es impresionante la melancolía que destilan las primeras luces de la mañana a través de las ventanas amarillentas de la residencia. Bajo despacio los dos pisos de escaleras, la noche en vela me ha dejado rígido el cuerpo y la mente nublada. Al llegar a la puerta de salida y sin llegar a poner mi mano en el pomo, una voz a mi espalda dice tajante: "Eh, oiga, ¿a dónde va usted?". Su aire es autoritario, intimidatorio. "Regrese a la cama, por favor" No me da tiempo a pronunciar palabra. "No se puede salir. Obedezca y vuelva a su cuarto". Es una mujer la que me habla. No la conozco, realmente conozco muy poco al personal de este lugar, me relaciono lo indispensable con ellos. Antes de que pueda explicarme me toma por el brazo y me retiene con una amabilidad forzada. No he llegado a abrir la boca cuando ella llama a uno de sus compañeros, éste aparece al instante desde detrás de una de las mamparas de la recepción, su rostro tampoco me suena. "Venga, vuelva a su habitación, sea bueno", dice el hombre dándome unas palmaditas mientras me toma la mano firmemente y me conduce hacia el interior del pasillo que da a las primeras dependencias. "Se le ha pasado el efecto del orfidal", dice la mujer "habrá que aumentar la dosis". Cuando intento protestar, dar mis razones, ellos cuchichean algo entre sí, no escuchan mis palabras. "Mire, le vamos a dejar en la sala, hasta que llegue el desayuno,¿le parece bien?".
Y eso han hecho, hace un largo rato que me han encerrado con llave en este espacio lleno de amplios sillones vacíos. La tele está encendida, el sonido bajito. Emiten una reposición de "Mira quien baila", el programa favorito de mi madre. A mí me encanta Anne Igartiburu, larga melena rubia, hablando con ese acento norteño que se me hace tan sensual. Es buena compañía mientras se aclara mi situación en este lugar.
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