Desde
que salí del hospital he pasado por un difícil proceso de aprendizaje hasta
llegar a ser capaz de valerme por mí mismo, sin necesidad de que alguien cuide
de mí. Ya sé usar la lavadora. Sé barrer hasta el último rincón de mi pequeño
piso. Friego sin que se me escurran los platos de las manos. Plancho mis
camisas todas las semanas (a veces lo dejo de una para otra, pero lo importante
es que nadie, nadie, plancha por mí). Hasta soy capaz de avisar a un fontanero
si un grifo no funciona. O al electricista cuando un enchufe no marcha. El otro
día llamé al de la antena porque no había manera de sintonizar ninguna cadena
desde que han puesto la tedete en
todas partes. Vino y estuve charlando con él como si tal cosa, con naturalidad,
con ese tono que se debe tener cuando uno es un hombre de mundo, acoplado
perfectamente a su entorno, sabiendo en todo momento llevar la conversación con
templanza: Que si no paraba de llover, que si este año la Real las va a pasar moradas
en primera, que qué pena que España haya acabado campeona en el mundial, que si
patatín, que si patatán etc, etc. Y yo, siguiendo cada tema como si supiera o
tuviera opinión, que es de lo que se trata por lo que he podido observar en los
demás. Bla, bla, bla...Vamos, creo que pasé la prueba con nota. Al despedirse
el hombre me dio la mano y me miró con mucha amabilidad.
Además de las tareas de casa, con las compras soy un excelente hombre normal. Si necesito calcetines, voy y los compro. Con la ropa lo mismo. Mi talla, mi color preferido, sé muy bien lo que quiero. Y de ir a la tienda de comestibles otro tanto. No tiene ningún secreto para mí entrar, saludar a la panadera, pescatera, frutera, la que toque, y a continuación pedir lo que necesito. Soy capaz de articular algún comentario interesante sobre el alcalde, la ciudad, el lehendakari, el país o lo que sea, pagar y salir. Como uno más.
Aunque
hoy ha sucedido algo fuera de mis previsiones. Un hecho que no sé si es
importante para mí o para la persona con la que he compartido, digámoslo así,
el suceso. Poquitas veces resulto de interés para alguien, es lo que me
sorprende de esto…
Como todos los jueves he acudido a la
frutería que está al lado de casa, en la esquina. He saludado a Maite, la
cajera, que me ha respondido con su bonita sonrisa. A esa hora el local estaba
vacío, tan solo una anciana al fondo hurgando entre las diversas clases de
manzanas. Con los tomates suelo ser muy meticuloso y exigente, los palpo, los
sopeso, observo bien su color, su piel debe ser lisa y uniforme, su olor debe
llegar a mi olfato sin que precise acercarlos a la nariz. Pero esta vez no ha
sido así, al contrario. Mis pituitarias se han llenado de un nauseabundo aroma
indefinible, de una agresividad tan violenta que casi me hace vomitar allí
mismo. Era como una mezcla hecha de urinario de estación y una de esas colonias
de esencias espesas, dulzonas y penetrantes. Si me hubieran golpeado en la cara
con una pala de cavar hoyos, el impacto creo que hubiera sido menor. Enseguida
he comprendido lo que estaba pasando, la anciana que al entrar se hallaba en la
zona de las manzanas había venido a situarse a mi lado, a menos de un metro, y
era ella el origen, la fuente, o tal vez la fosa séptica, de tan insoportable
hedor. He cogido al tuntún un par de tomates y he abandonado ese terreno de
inmediato. Pronto he salido de esa especie de nube radioactiva que casi
destruye mi sentido del olfato, para entrar en la sinfonía de olores que
desprenden los melocotones de Maite. El terciopelo de su piel, la uniforme
blandura jugosa de su carne, la imagen del fruto prendido en el árbol, el sol
del amanecer que lo acaricia, la firme mano de la campesina que lo arranca con
dulzura para depositarlo sin brusquedades en el capazo de mimbre que lleva a un
costado. Quizás demasiada ensoñación para la compra de medio kilo de
melocotones de Lodosa. Sin embargo, a traición, un tornado repleto de
escupideras podridas ha horadado otra vez mis fosas nasales. Una percutora que
abriera túneles en terreno de granito me hubiera provocado, sin duda, un dolor
menos lacerante que el que me golpeó en el área cerebral donde se hallan los
sentidos en el mismo instante en el que la anciana de antes se me volvió a
situar de nuevo a unos centímetros de donde me encontraba. No sé si el apocalipsis
llegará algún día, pero si llega no andará muy lejos de ser algo parecido a lo
que yo estaba viviendo en aquel mismísimo momento. La viejilla me ha mirado con
esa mueca bonachona que da la edad, se ha acercado a los melocotones y después
de sobar con sus manos de gavilán unos cuantos, ha metido dos en una bolsa.
−Son los mejores −ha dicho.Luego se ha ido hacia
la caja; me ha dejado envuelto en una nube hedionda y putrefacta, que me ha
obligado a contener la respiración todos los segundos que mis pulmones han
resistido mientras me alejaba del metro cuadrado que había compartido con la
viejilla.
Unos minutos más
tarde, cuando he terminado mi compra y he salido a la calle, los rayos del sol de
agosto me han recibido como si una manada de gorriones jugueteara con sus alas
sobre mi rostro. ¡Qué bella es la vida a veces!, me he dicho. Pero, a unos
metros del portal, una vocecilla se ha hecho oír a mi espalda.
−Joven, perdóneme, ¿puedo hablar con Vd.?
He sabido enseguida que era la
anciana de la frutería. Esta vez se mantenía a cierta distancia, lo cual no
impedía que me llegara cierto olor a letrina militar. Unas nubes han tapado el
sol repentinamente, y se me ha puesto el ánimo parecido al que me acogota las
tardes de los domingos.
−¿Qué
es lo que desea?
−Me
reconoce ¿verdad?
−Sí claro, acabamos de vernos en la frutería.
−Eso es, ¿puedo hacerle una pregunta?
−Sí, ¿qué quiere saber?
−Verá, vivo sola y no tengo a nadie que me lo
pueda advertir, ¿podría usted ser tan amable de decirme si desprendo mal olor?
−¿Cómo?, ¿mal olor?
−Sí, a orina, a heces, a falta de higiene,
¿comprende Vd. de lo que estoy hablando?
−Sí, sí, claro que la entiendo.
−¿Y qué me dice?
Mi contestación ha
fijado las coordenadas del instante preciso en el que he reconocido mi propia
curación, en el momento mismo de descubrir que se puede ser bondadoso de una
manera inteligente según dice mi médico. Bondadoso con alguien a quien no se
conoce.
−No he notado nada. Yo no diría que Vd. huele
mal.
−¿De verdad? −ha dado unos pasos hasta
ponerse casi en mi sitio−. ¿Está seguro?
Como un mastín de
caza, husmeo un par de veces por encima de los hombros a la vieja. Los
gorriones, que antes se habían ido, vuelven cagándose todos a la vez dentro de
mi nariz. La nube se deshace en el firmamento para entrar por mis poros en
forma de viscosa mierda humana derretida. Aunque aparentemente no venga a
cuento, por un instante me reafirmo en mi pensamiento de que Dios no existe. No
es admisible semejante error en la creación del universo.
−De verdad que no huele Vd. a nada. No debe
preocuparse.
−¡Muchas gracias por la franqueza!, ahora ya
me quedo más tranquila. Para mí es una pesadilla no saber si voy correctamente
aseada.
La anciana se ha
alejado, a pasitos cortos, arrastrando la bolsa con las manzanas, los tomates y
los melocotones. Me he quedado observándola, con una enorme sensación de
ternura en mi interior, percibiendo cómo mi mente rezumaba un poquito más de
paz conmigo mismo.
2 comentarios:
Ya tienes un nuevo seguidor. Me ha encantado
Ya tienes un nuevo seguidor. Me ha encantado.
Te paso uno de mis blogs por si te interesa:
http://piratasdelmaribeltz.blogspot.com.es/
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